Era
una noche de fiesta, tal vez lunes. El frío era intenso, estaba de mierda hasta
el cuello y en mi bolsillo un billete que no era suficiente para comprar el pan
pero que algo de alcohol me podía conseguir. Subí al auto, me miré al espejo y
me dije “mañana lo dejo”, esa frase. La frase. Que más que una frase, era
mi religión, ¿Fumas? Sí, pero mañana lo dejo, ¿Bebes? Sí, pero mañana lo dejo,
¿Follas? Sí, pero como dejarlo.
Al
cerrar el portón miré mi teléfono, tenía cuatro llamadas perdidas de Annie o
Sofía, no lo recuerdo, ambas eran pelirrojas y bastante salvajes. La luz del
teléfono me dejó casi ciego por un segundo y al intentar cerrar el portón se me
cayeron las llaves
—¡Mierda!
-Traté de iluminar el piso con el teléfono- ¿Quién robara este basurero?
Solo
junté el portón. Subí al auto y me miré al espejo, traté de sonreír pero no lo
conseguí. Miré hacia adelante y un perro, más bien cachorro, estaba ladrando
frente a mi auto. Toqué la bocina insistentemente, pero no se movía…
Golpeé
mi cabeza contra el volante, y bajé pensando en darle una patada en aquel
hocico peludo, pero, ya no ladraba. Bajó la cabeza, levantó la cola y comenzó a
saltar. Recordé aquella escena de “el rey león”, donde Simba intentaba acechar.
Contrario a mi primer impulso, lo tomé y grité.
—¡¿De
quién es este puto perro?!
Nadie
respondió. Pudo ser porque tuvieran miedo de decírmelo, o porque no había nadie
en la calle.
Después
de hacer el ridículo con el perro en las manos, decidí subirlo al auto y
llevarlo donde el mataperros para que el buscara a sus dueños.
—No
puedo ahora, tengo las jaulas llenas, ¿Puedes cuidarlo un par de días? de
seguro tiene dueño, está bien cuidado y es de buena raza.
No
me dijo la raza, y probablemente fue lo mejor porque hubiese intentado
venderlo. Me fui a un bar donde un amigo nos invitó a celebrar… no sé qué cosa.
El perro se quedó cuidando el auto. Solo me preocupe de no cerrar del todo las
ventanas.
Al
salir el perro me miraba desde el interior del auto, sin duda no olvidaré su
mirada, era como la mirada de decepción de mi madre. No piensen que era un mal
hijo, solo la decepcionaba que fuera un tiro al aire.
Al
intentar subir al auto mis llaves no estaban en mi bolsillo, estaban puestas en
la chapa.
—¡Perro!
¡Perro! Abre la puerta.
Las
risas comenzaron a fluir entre mis amigos, y luego de eso desperté en mi casa,
sin saber que más había pasado esa noche. No recuerdo como salí del bar ni como
llegué a la casa.
Desperté
con resaca y el perro encima de la cama ladrando como si fuera su trabajo
despertarme; caminé por la casa descalzo y pisé mierda de perro
—¡Fuera!
Solo
un grito bastó para que se volteara sobre su espalda, me mostrara esa gorda
barriga de cachorro y moviera sus manos como un gato jugando con una bola de
lana. Llamé al mataperros, para preguntarle si alguien le había preguntado por
el maldito bicho.
—No,
ten un poco de paciencia…
Le
corté el teléfono. Eché un poco de arroz crudo en un plato y se lo serví; lo
miró, me miró y lo volvió a mirar. Entendí el mensaje: Él necesitaba comida
para perros. Busqué en mi billetera y no encontré ni un miserable peso.
Llamé a mi papá y le dije que necesitaba comida de perros, él tenía siete, así
que de seguro le sobraría algo.
—Si
tengo, ven a buscar, necesitamos hablar.
No
fui, prefería pedirle un par de billetes a alguno de mis amigos. No quería
hablar con mi papá porque siempre era lo mismo “¿Cuándo trabajarás? Terminaste
la universidad y te perdiste en las fiestas y el alcohol y bla bla bla”. Esa
conversación me aburría.
Ninguno
me prestó. Ninguno. Cosas como esas son las que te hacen replantear tu vida,
mientras me bebía la segunda cerveza del día, pensaba ¿Que está mal en mí?
Le
corté el cordón a la plancha y se lo puse de collar al perro. Caminé hasta la casa
de mis tíos, con la esperanza de que me alimentaran a mí y al perro. En el
camino las mujeres se detenían a acariciar al cachorro. ¿Cuántas coquetearon
conmigo? Ninguna, ¿Cuántas coquetearon con el perro? Todas.
Esa
noche no salí, al día siguiente volví a caminar con el perro y pasó lo mismo.
Al mataperros nunca se lo reclamaron. No pude seguir llamándolo perro, bicho,
bestia o cosas así. Lo bauticé como Enemigo, porque desde que llegó a mi vida
no pude seguir, tuve que dejar el alcohol o en las mañanas me partía el cerebro
con los ladridos; mordía a todos los que llegaran con cervezas; me escondía las
llaves del auto cuando iba a salir; rompía los cigarros... Tal vez no hacía
todo eso por querer que no bebiera, pero entendí el mensaje. De verdad que lo
entendí.
Hoy,
seis años después del primer día que nos conocimos, tengo un buen trabajo,
Enemigo y yo tenemos comida, ya no bebo, hacemos deportes juntos (tanto de
perros como de humanos y siempre lo dejo ganar…) y el mataperros como le
decimos cariñosamente al veterinario, nos conoce como sus clientes más
unidos.
Probablemente
si yo hubiera sabido que mi perro, mi amigo, mi Enemigo, era un Pitbull, no lo
hubiese subido a mi auto, pero él me adoptó sin prejuicios y me cambió la
vida.
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